El arte del ruido /
el futuro del sonido


Esteban Aubanel



 

Un tópico muy difundido (sobre todo entre aquéllos que invirtieron la vida dominando un instrumento) considera que la música sólo existe como pretexto para que el instrumentista manifieste su virtuosismo. Este sofisma amplifica su error cuando se confunde la maestría de un intérprete con su velocidad (lo cual implicaría reducir el oficio del Arte a mero récord Guiness). Si se aplicara la definición de cierto novelista irlandés que considera al arte como «la disposición voluntaria de la materia sensible con un fin estético»,1 se deduciría que ni las notas musicales, ni los dedos del violinista, ni las cuerdas vocales del cantante, constituyen la «materia sensible» de la música, la cual está conformada, en un sentido más amplio, por todas las posibilidades del sonido (entendido como una sumatoria de la frecuencia, la intensidad, la duración y el timbre) cuando se somete a una estructura temporal (rítmica, melódica y armónica) elegida por el artista para producir un resultado estético, e inducir en el escucha una determinada emoción, una cierta parálisis.

            Durante siglos, a partir de las indagaciones pitagóricas, Occidente había confundido el arte musical con la teoría casi matemática de la tonalidad, ese sistema de notas, escalas, corcheas y semicorcheas que se pretendía universal. Como se sabe, este reduccionismo entró en crisis con los hallazgos tonales de Debussy (sus escalas de seis tonos) con el atonalismo de Schönberg (sus escalas de doce semitonos) o el microtonalismo de Julián Carrillo (y su sonido trece). Aunado a esto, el redescubrimiento de las músicas no occidentales (en especial la árabe, la africana y la oriental) impulsó a los músicos a discernir, por un lado, alternativas a la tonalidad occidental y, por el otro, a buscar nuevos timbres, pues la tradicional orquesta sinfónica, con sólo tres categorías de instrumentos (cuerdas, vientos y percusiones), cada vez resultaba más limitada.

Por ello escribió el futurista Luigi Russolo su manifiesto L’arte dei rummori, publicado en 1913: «Al principio, el arte musical buscaba la suave y límpida pureza del sonido. Amalgamaban diferentes sonoridades para interesar el oído con suaves armonías. Ahora, el arte apunta a las más penetrantes, extrañas y disonantes amalgamas de sonidos. Nos aproximamos al ruido».2 De acuerdo a Russolo, el hombre tenía acceso a un menor número de ruidos en el pasado y casi todos tenían origen natural. Como buen futurista, suponía que el desarrollo de la música, si quería reflejar la vida, debería ser paralelo al incremento de la maquinaria en el ámbito humano, pues nuestro oído (anestesiado por la cacofonía del mundo moderno) requería de mayores estímulos que los otorgados por la música tradicional:

 

por esto obtenemos mayor placer imaginando combinaciones de sonidos de tranvías, autos y otros vehículos, y ruidosas multitudes, que escuchar una vez más, por ejemplo, las sinfonías heroicas y pastorales (...) ¿hay algo más ridículo en el mundo que veinte hombres esclavizados para multiplicar el lastimero maullido de los violines?3

 

Para manipular el ruido con un fin estético, Russolo proponía regular armónica y rítmicamente los más variados sonidos, destruyendo sus irregularidades vibratorias y manipulando su tonalidad mediante el uso de las leyes físicas del sonido. Este visionario sueño pronto sería posible gracias al desarrollo de nuevas tecnologías. En ese sentido, el físico ruso Lev Sergeivitch Termen, como inventor del primer instrumento electrónico, es considerado el pionero de la música electrónica. Su theremin era un dispositivo tan sutil y tan sencillo que el intérprete ni siquiera debería tocarlo para extraerle su peculiar sonido: tenía que «esculpir el aire» alrededor de sus antenas. En 1927, Termen cambió su nombre por el de Leon Theremin, emigró a Estados Unidos y en compañía de la virtuosa thereminista Clara Rockmore efectuó exitosos recitales por todo el país. A pesar del éxito, no pudo popularizar su instrumento: antes de que firmara un contrato para fabricarlo en serie, unos agentes soviéticos lo secuestraron y se lo llevaron a la Unión Soviética donde trabajó el resto de su vida «limpiando» las cintas magnetofónicas obtenidas por los espías de la KGB. Aunque Clara Rockmore grabó con él algunos discos de música clásica, y los Beach Boys lo utilizaron para su canción «Good vibrations», el sonido del theremin se asocia, sobre todo, con las películas de ciencia ficción de los años cincuenta.

Poco después, Philip Moog le integró al theremin un teclado y diversos módulos para modificar la forma, amplitud y frecuencia de onda: desarrolló así el primer sintetizador, instrumento que inaugura la electrónica musical. Esta historia nos demuestra que las ideas musicales están tan esclavizadas de los instrumentos como la ciencia de sus dispositivos experimentales: ¿cómo imaginar a Mozart sin la invención del piano? ¿Cómo explicar a Paganini sin ese prodigio tecnológico llamado violín Stradivarius? ¿Cómo imaginar un arte del ruido sin la invención del magnetófono y del sintetizador? Así lo explica el francés Pierre Schaefer, pionero de la música concreta:

 

En efecto, dos modos insólitos de producción sonora, conocidos bajo los nombres de música concreta y música electrónica, nacieron casi en el mismo momento, 1945 y 1950, respectivamente, y a ellos se vino a unir en seguida un poderoso auxiliar: el ordenador [...] La música concreta pretendía componer obras con sonidos de cualquier origen (especialmente los que se llaman ruidos) juiciosamente escogidos, y reunidos después mediante técnicas electroacústicas de montaje y mezcla de las grabaciones. [...] Inversamente, la música electrónica pretendía efectuar la síntesis de cualquier sonido, sin pasar por la fase acústica, combinando, gracias a la electrónica, sus componentes analíticos que, según los físicos, se reducen a frecuencias puras dosificadas en intensidad que evolucionan en función del tiempo.4

 

De acuerdo a Schaeffer, el magnetófono no sólo permite fijar cualquier sonido concreto para escuchar con toda atención sus características, sino también la manipulación de su frecuencia, su intensidad, su duración, su timbre y su ritmo (para lograrlo, los músicos utilizaban varios discos de surco cerrado, que permitían repetir los ruidos una y otra vez, a la velocidad deseada, mientras los mezclaban con otros: algo similar a lo que hacen los disc-jockeys de la actualidad con sus tornamesas). Pero lo más importante es que el magnetófono permite emprender una «lingüística estructural» de la música, en tanto revela que se trata de un discurso estructurado de objetos sonoros. Asimismo, el sintetizador no sólo nos posibilita para crear y recrear cualquier instrumento real o virtual, sino que nos ayuda a desprendernos de ese tabú que nos empuja a asociar el sonido puro con la imagen visual del instrumento que lo produce, y nos revela las raíces físicas de la música.

            Luciano Berio sintetizó ambas posibilidades en 1958 con su pieza Thema (omaggio a Joyce). Utilizando como fuente una voz femenina que leía el capítulo once del Ulysses, el autor comienza a distorsionar, interferir y sobreponer sílabas, palabras, sonidos electrónicos, aprovechando que el texto, consagrado por Joyce a la música, abundaba en juegos fonéticos, políglotas, semánticos y rítmicos. Mediante este experimento, Berio pretendía tender puentes entre la poesía y la prosa, la música y el ruido, pues «a veces descubrimos, de hecho, más poesía en la prosa que en los poemas mismos, y más “música” en la pronunciación fonética y en los ruidos que en los sonidos musicales agrupados armónicamente».5

            A pesar de sus logros, pronto la música concreta y la electrónica, en manos de los compositores de conservatorio, revelaron sus defectos. Según el propio Schaeffer,

 

la reflexión de ambas músicas giraba alrededor de un error común: la fe que se tenía en el triángulo y en la descomposición del sonido, para unos en series de Fourier, y para otros en “ladrillos de sensación”. Entonces unos trabajábamos en construir robots y otros en disecar cadáveres. La música viva estaba en otra parte y sólo sería para aquéllos que sabían evadirse de estos modelos simplistas.6

 

Resultado de este fracaso, por exceso o defecto de timbre, de registro o de juego, estos movimientos no lograrían revolucionar el sacrosanto ámbito de la música culta. Más importantes resultaron la rebelión polirrítmica de Igor Stravinski y los experimentos de Edgar Varèse,7 John Cage y de Eric Satié. Pero tal vez la revolución más fértil y exitosa surgió desde abajo, desde la música popular, desde el jazz, el blues y, mucho después, desde el rock —quien revitalizaría los hallazgos de la música concreta y electrónica, al aderezarlos con mucho ritmo y mucho sentido del humor.

 

 

 

Sería laberíntico rastrear la influencia de la electrónica y la música concreta en el amplio y tortuoso camino del rock. Para variar, fueron los Beatles los primeros en utilizar los samples y loops8 en el estudio, cuando grabaron «Tomorrow never knows», la canción final del álbum Revólver. Asimismo, los Doors se convirtieron en pioneros al utilizar el sintetizador en «Strange days» (la canción inicial del álbum homónimo), Jimi Hendrix hizo maravillas electrónicas con su guitarra y voz en «1983 (a merman I shoud turn to be» (del álbum Electric ladyland), y para 1972 Brian Eno comenzaba sus experimentos al lado de Roxy Music. Sin embargo, quien integró de manera masiva y definitiva el magnetófono y la electrónica al rock, fue Pink Floyd. Así lo demuestra, desde sus inicios, la canción «Several species of small furry animals gathered together in a cave and grooving with a pict», anticipo radical y extremo de una búsqueda que culminaría con The dark side of the moon—obra maestra, a gran escala, de su singular fusión.

            Al paralelo de Pink Floyd y del rock progresivo (que en su gran mayoría utilizaba el sinte como si fuera un órgano extravagante), en Europa se gestó un movimiento que cimentaba su sonido en la síntesis analógica, los vocoders, los arpegiadores, las cajas de ritmo y las cintas magnéticas. Comandados por el francés Jean Michel Jarré (cuyo primer álbum, Oxygene, es para muchos el mejor disco electrónico en la historia del rock) y por el grupo alemán Tangerine Dream, un gran número de músicos se esforzaron por convertir al rock en vanguardia musical, mediante la tecnológica elaboración de largas y minuciosas piezas que se eslabonaban para formar álbumes conceptuales, unitarios.

            Tras esta generación de Can, Tuxedomoon, Klaus Schulze, Vangelis, Synergy y Peter Hamill —que dominara los años setenta—, pronto advino, con canciones más breves, rítmicas y directas, la generación del techno pop, afín a los movimientos punk y new wave: Gary Numan, Devo, Ultravox, John Foxx, Joy Division, New Order, Depeche Mode y, sobre todo, Kraftwerk. Aquellos que calificaban de fría e intelectualoide a la música electrónica tuvieron que retractarse cuando este grupo germano arribó con su disco Autobahn a las listas de popularidad. Caso insólito, la música afroamericana (acostumbrada a influir, no a ser influida) jamás desde entonces volvería a ser la misma: el rap y el hip hop se calentaron cuando los disc-jockeys negros pusieron en sus tornamesas los acetatos de Kraftwerk.

            Es en este momento cuando se reúnen cinco músicos con la consigna de hacer un grupo a contracorriente del pop y al margen de la moda, un grupo sin cantante líder, con integrantes que jamás mostraran el rostro, con música que fuera «el eslabón perdido entre los Monkees y Talking Heads, entre Abba y Kraftwerk, entre Frank Zappa y los Archies».9 No sólo tomaron su nombre del texto de Luigi Russolo, The Art of Noise, sino también su objetivo general y algunos de sus principios específicos: el tema que inaugura su primer mini LP, Into battle (1983), representa la «orquesta de una gran batalla» descrita por Russolo en su manifiesto. El disco es muy versátil, y mantiene un equilibrio dinámico entre el ruido (maquinarias, autos y voces) y la música (generada con sintetizadores), entre las atmosféricas melodías meditativas (como «Moments in love», el tema que Madonna eligió para su boda) y los arquetípicos ritmos detonantes (como «Beat box» o «Flesh in armour»). Por ello, a esta pequeña colección de ruidos y rompecabezas musicales, se le considera la raíz que alimentaría —al menos— dos de las corrientes más importantes en la actualidad: el ambient y el drum’n’bass.

            Su primer álbum de larga duración, Who’s afraid of the Art of Noise? (1984), los consolidó como una banda proyectada hacia el futuro: aunque no rompieron récords de ventas, su música no pasó desapercibida para las nuevas generaciones. Doce años después, por ejemplo, Prodigy alcanzaría las listas de popularidad con la incendiaria «Firestarter» (incluida en The fat of the land), que no es sino una nueva versión de «Close (to the edit)». Por otro lado, The Art of Noise no sólo influyó con su música, sino también con su actitud: desde un principio decidieron que no aparecerían en sus videos y que en las fotografías serían representados por llaves inglesas, por rosas y por Sigmund Freud. Para el ambiente de la música pop —dominado por el culto a la imagen del cantante y el músico, por los conciertos masivos con pantallas gigantes— esta decisión no podría ser más provocadora. Pero gracias a ella podemos explicar la existencia de artistas como Daft Punk, Chemical Brothers, Mantronix, Moby o The Future Sound of London, semiescondidos detrás de su música, de sus computadoras, teclados y samplers, para demostrarnos que su música es más importante que su peinado rojo o sus ojos azules.

            Por ello, a mediados de los ochenta, cuando The Art of Noise decidió convertirse en un grupo más visible, Paul Morley y Trevor Horn (exintegrante de Yes y The Buggles), abandonaron provisionalmente el proyecto, mientras que los otros tres, Anne Duddley, Gary Langan y JJ Jeczalic firmaban contrato con China Records para grabar sus siguientes producciones en 1986 In visible silence y, en 1987, In no sense? Nonsense!, otra obra maestra con temas como «Opus for 4», «Crusoe» y «Ode to don José» que los consolidaron como clásicos e innovadores de la música ambiental. En 1989, después de producir Below the taste y el sencillo The art of love, decidieron empacar sus instrumentos y tomarse un descanso —que Anne Duddley aprovechó para componer el score de la película The Full Monty, y embolsarse el respectivo Oscar de la Academia.

            Este silencio se prolongó durante todos los años noventa, hasta que Anne Duddley, Trevor Horn y Paul Morley decidieron hacer un álbum sobre Charles Debussy, considerando que esa sería «la manera más intrigante de hacer un álbum que celebrara y resumiera la música del siglo XX, pues Debussy fue la influencia primordial del siglo, desde Duke Ellington a Miles Davis, desde Bill Evans hasta Gil Evans, desde los Carpenters a los Cocteau Twins, desde Brian Eno hasta Bernard Herrman».10 La idea sonó tan extraña que invitaron a Lol Crème (ex esposa de Horn) para resucitar The Art of Noise y meterse al estudio. El resultado de su entusiasmo se titula The seduction of Claude Debussy, y ellos lo describen como

 

un álbum inspirado por el romance, la sorpresa, la inteligencia, el radicalismo, el alma, la modernista lujuria y la diáfana musicalidad de Debussy, de la misma manera que él a su vez fue inspirado por los artistas que lo rodeaban, como Baudelaire, Cézzane, Rimbaud, Verlaine y Picasso [...] El nuevo álbum está conducido por el mismo perfeccionismo retorcido, la misma concentración intoxicada, la misma necesidad de experimentar y la misma fe en el misterioso poder de la melodía y el ritmo. Es […] el soundtrack de una película que no existe y nunca se hará sobre la vida de Claude Debussy, un soundtrack sobre la sensación de transferencia entre un siglo y otro, un soundtrack sobre la idea de que el futuro será diferente […] Un hecho concreto, fantasía pura, trece canciones de diversa duración, grabadas en technicolor, el eslabón perdido entre The Art of Noise de 1983 y The Art of Noise de 2034, y el sonido de un grupo que usa el estudio como una máquina del tiempo.11

 

Sí, The Art of Noise habita en el futuro como si fuera su casa y desde ahí componen música para el presente, pero con la esperanza de anclar en el pasado: por algo eligieron una pintura de Ucello como portada para su primer disco. La carga intelectual que nutre sus conceptos se compensa —y se refuerza— con su ingenio, su frescura, su fe en el ritmo y la melodía. Lejos del humorismo involuntario que emanaban los futuristas italianos o de la seriedad que petrificaba a los experimentalistas electrónicos y concretos, The Art of Noise ha cumplido con creces sus objetivos. Al margen de la moda y los medios masivos, por un lado creó una obra de subterránea y profunda influencia y, por el otro, impuso en la práctica un venerable principio del arte moderno: la impersonalidad de la obra, la desaparición del artista detrás de su creación.

 

En muchos aspectos de la música pop, durante los noventa tuvo lugar una reacción contra el conformismo que (con sus honrosas excepciones) dominó durante la década anterior. Acaso como síntoma del pesimismo nihilista que caracteriza a la generación X (reflejado en películas como The doom generation y Trainspoting, cuya banda sonora es todo un documento musical noventero), en Estados Unidos surgió el grunge y en Europa se propagó un nuevo movimiento de música electrónica —con un pie en las discotecas, otro en el rock y el otro (como buen mutante) en la vanguardia. Aphex Twin, Prodigy, Robert Miles, Propellerheads, Tricky, Goldie, Massive Attack, Portishead, Underworld, Chemical Brothers y Leftfield son sólo algunos de los nombres que empezaron a divulgarse por la radio, mtv y la prensa especializada, al parejo de palabras como dance, house, ambient, techno industrial, acid, drum’n’bass, trance, trip hop o jungle, con las cuales se pretendía definir la insólita variedad de géneros que ha surgido del sintetizador, el sampler y la caja de ritmos, y alrededor de la cual ha comenzado a girar el fenómeno rave.12

            Entre esta barahúnda habría que destacar, por su radicalismo, originalidad y consistencia, la propuesta musical de The Future Sound of London (fsol), el dueto conformado por Gary Cobain y Brian Dougans —quienes, no conformes con su casi anonimato, se han enmascarado también bajo múltiples nombres: Amorphous Androgynous, Art Science Technology, Candese, The Far-out Son of Lung, Humanoid, Indo Tribe, Intelligent Comunication, Mental Cube, Metropolis, Semi Real, Semtex, Smart Systems, Yage o Yunie. Mezcla singular de arte y ciencia, Cobain tiene licenciatura en electrónica, y Brian se graduó como ingeniero de sonido. Tras algunos experimentos más o menos exitosos, alcanzaron el reconocimiento con el single «Papua Nueva Guinea», que apareció en el soundtrack del film Cool World (híbrido de animación al estilo Roger Rabbit, estelarizado por Brad Pitt y Kim Basinger), y que les permitió un jugoso contrato con la empresa Virgin Records.

            A partir de entonces han demostrado una constante metamorfosis. Accelerator (1992), incluye «Papua Nueva Guinea» y tiene un estilo bailable, dance, herencia de los primeros intentos solistas de Brian Dougans. En cambio, su disco doble Lifeforms (1994), que de inmediato alcanzó el status de clásico, contiene música que altera la mente con ambientes orgánicos, densos sonidos electrónicos, samples de la película Alien y del Canon en D menor de Pachelbel.13 Después, bajo la influencia de Joy Division y Dead Can Dance, con Dead Cities (1996) se encaminaron a terrenos más oscuros, en los cuales extrajeron otra joya, retorcida como perla barroca: todo un himno cyberpunk, con síncopas desquiciadas, guitarras belicosas, coros de arcángeles caídos, ciudades fantasmas y juguetes milenarios.

            Mención aparte merecen los sencillos de FSOL,14 en los cuales —como maestros del remix— nos presentan versiones extendidas y totalmente diferentes de las canciones incluidas en los álbumes, como si quisieran demostrar que la electrónica no se caracteriza por la monotonía, y que la buena música no agota en cinco minutos sus posibilidades, sobre todo para un grupo que considera a sus discos como el punto de partida para ambicioso proyecto que incluye la utilización de las artes plásticas,15 videos, multimedia y realidad virtual para redondear un concepto donde lo único ausente es el narcisismo de sus creadores.

            De hecho, ellos no se consideran músicos, sino artistas del collage: sus obras se edifican a partir de ruidos callejeros, tambores tribales, programas de radio y televisión, cantos étnicos, samples de otros músicos (debidamente acreditados), con el fin de construir una música realista —por lo cual sus temas no resultan vivaces y despreocupados, sino severos y escépticos: su extravagante atonalidad no proviene de la gélida teoría sino de una candente praxis. Además, no ofrecen conciertos en directo, pues los consideran una concesión redundante, típica del estilo de vida de la música pop. A cambio, desde su estudio ofrecen conciertos en vivo, «giras virtuales» vía satélite, por radio y televisión, a veces acompañando su música con imágenes de video y animaciones generadas por computadora.16 Sin embargo, ellos insisten que el centro gravitacional de toda su propuesta reside en su música o, más aún, en las posibilidades que te brinda la tecnología electrónica.

 

            La música electrónica es la música más genuina que puedes hacer porque tienes que incursionar en el infierno y traer de regreso algo lo suficientemente bueno (...) Entre lo que he escuchado, pienso que la electrónica es la música que más cambia tu vida. Con la nueva tecnología se puede hacer música que antes resultaba imposible. Sólo falta que pongamos emociones en la electrónica y eso es lo que nosotros necesitamos: profundidad en la música.17

 

Al parecer de Gary Cobain y Brian Dougans, incursionar en el infierno significa registrar la callejera cacofonía de la vida moderna, capturar emociones con un micrófono, encerrarse durante días y años en el estudio tratando de someter esos archivos digitales a un orden sonoro, una escultura de tiempo, sonido y silencio. Entonces, por obra de la intuición, de la disciplina, del raciocinio o de la magia, el amorfo sonoro se convertirá en una forma estética, en una obra de arte. Quizás algunos puristas los rechacen y sostengan que el verdadero músico debe permanecer ajeno a la vida, absorto en el perfeccionamiento de su técnica instrumental o en las cabalísticas permutaciones permitidas por la armonía clásica o la moderna. Aunque algunos les darán la razón, no podrán por ello imponer dogmas al arte, comprometido tan sólo con la constante búsqueda de un equilibrio estético entre naturaleza y cultura, vida y espíritu, idea y realidad. Un equilibrio que, si bien no soluciona ningún problema práctico, satisface nuestro innato, inagotable, proteico apetito de belleza.

            Con la aparición del disco The isness (2002), fsol ha demostrado que puede demoler incluso sus propios dogmas. Grabado en su gran mayoría con instrumentos convencionales, sabiamente mezclados con una densa atmósfera de sonidos y voces, The isness implica un retorno a la psicodelia de los años setenta: Pink Floyd y Greateful Dead, The Incredible String Band y Jefferson Airplane. Este retorno a una actitud que se suponía superada, fue visto con reserva por un buen número de admiradores del grupo. Otros, hemos visto en ese retorno una profecía de carácter retroactivo: el futuro de la música está en el pasado, en San Francisco, en esa música lisérgica que pretendía mostrar el misterio del mundo a través de las más extravagantes o exquisitas sutilezas del sonido. Por encima de las diferencias estructurales con sus anteriores discos, fsol establece con The isness un cambio de dirección, inteligente y paradójico, hacia una concepción mística de lo musical… y por eso no resulta extraño que la portada haga un velado homenaje a Marcel Duchamp.

            Gracias al ejemplo de The Art of Noise o The Future Sound of London, se demuestra que la electrónica, con raíces más añejas que la mayoría del pop, obedece a un cambio paulatino inevitable de nuestra sensibilidad auditiva: la cultura moderna, al imponernos una agobiante sobreinformación, exige ser decodificada, sometida a una forma que nos permita, por cualquier medio, asimilarla de manera crítica. Proporcionar esa forma —mediante la palabra, la imagen o el sonido— es una función permanente del arte.

 

 

NOTAS

 

1. Joyce, James, Retrato del artista adolescente, Lumen, Barcelona, 1998, p. 246.

2. Russolo, Luigi, «The art of noises», Monographs in musicology # 6, Pendragon Press, Nueva York, 1986. Aunque esta revista se encuentra agotada, existen versiones del artículo en internet, por ejemplo, en: http://www.ccapitalia.net/macchina/arte-de-los-ruidos.htm.

3. Ibídem.

4. Schaeffer, Pierre, Tratado de los objetos musicales, Alianza Música, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 20.

5. Berio, Luciano, «Poesia e Musicaun’esperienza», en Incontre Musicali III, Editorial Suvini Zerboni, Milan, 1958.

6. Ibídem, p. 43.

7. Quien, por cierto, fue el único compositor francés que se entusiasmó con el concierto que ofreció Luigi Russolo en 1920, armado con su máquina de ruidos, denominada «Intonarumori» o «Rumorarmonio», de la cual sólo se conservan algunas fotografías.

8. Sample: sonido pregrabado (analógica o digitalmente) que después se modifica y mezcla con otros sonidos. Loop: sample que, al ser repetido una y otra vez, no pierde continuidad: los más frecuentes son los loops de percusiones que contienen un número entero de compases.

9. Morley, Paul, Art of noise – a biography, en http://www.ztt.com/archive/dialogue/art_of_noise_a_biography_by_paul_morley.html.

10. Ibídem.

11. Ibídem.

12. El rave es una fiesta que dura toda la noche, abierta a todo público, donde predomina la música techno. El número de asistentes varía entre 50 y 25 000. En un rave, el disc-jockey se erige en chamán: un sacerdote que canaliza la energía y controla los viajes psíquicos de los ravers danzantes por medio de la música adecuada, a la cual manipulan mediante un set de beats (ritmos) y samples. Los ravers comparan sus fiestas con las ceremonias religiosas de los indios americanos, de las sociedades esquimales, siberianas e hindúes, donde la música se vuelve una llave que conduce a un estado psicológico donde se experimentan arrebatos y visiones.

13. Con lo cual se vuelve a demostrar que, para viajar al futuro, hay que transitar primero por el pasado. O, en otras palabras, que sin tradición no hay vanguardia.

14. Entre otros: Papua Nueva Guinea, Cascade, Far-out son of lung and the ramblings of a madman, We have explosives y My kingdom.

15. Destaca la participación del artista gráfico Buggy G. Riphead en las portadas y en las pródigas ilustraciones que adornan sus discos.

16. Estos conciertos virtuales fueron reunidos en ISDN (Integrated Services Digital Network, 1994-1995) y en el sencillo Far-out son of lung and the ramblings of a madman.

17. Entrevista para la revista Mixmag, octubre 1993: http://www.secondthought.co.uk/fsol/mix93.htm.